Llegue a la fiesta. La música resonaba a cien metros de distancia y el olor a alcohol se filtraba por las rendijas de la puerta mezclado con el tabaco y algún otro aroma dulzón que no supe discernir. Alguien desconocido vino a abrirme y se largó. Permanecí algunos segundos bajo el quicio de la entrada observando el interior. Tardé unos segundos en acomodar la vista a la penumbra, no había una sola lámpara encendida, sólo velas, montones de velas distribuidas estratégicamente por el pasillo, la escalera y por supuesto en el salón, donde el volumen de la música y la semioscuridad envolvían los movimientos sugerentes de quienes se dejaban llevar por ella sin control.
Cerré la puerta tras de mí y avancé unos pasos dándome de bruces con Ana, que me miró perpleja de arriba abajo, cogiéndome acto seguido por la muñeca y arrastrándome literalmente hasta su dormitorio sin mediar palabra.  
- Quítate esa ropa y ponte ésta –me dijo lanzando una cuantas prendas sobre la cama-. Él está aquí.
Su revelación me bloqueó, desconocía que hubiera sido invitado y por un momento, me asaltó la duda de salir huyendo otra vez de allí. Me intimidaba, hasta el punto de no haber sido capaz de dirigirle la palabra en las tres o cuatro veces en que había tenido ocasión de coincidir con él, tal vez porque me gustaba demasiado.
Miré mi ropa y no percibí nada extraño en ella, a excepción de un clasicismo que parecía estar fuera de lugar en aquella fiesta. Pero no pude resistirme. Abrí las puertas del armario para observarme despacio en un espejo de cuerpo entero y me ruboricé mientras abría los ojos como platos preguntándome si sería capaz de salir fuera vestida así. Nunca me había visto tan apretada, tan insinuante, tan sugerente. La falda ceñida de punto gris remarcaba mis curvas hasta el último milímetro. No fui consciente hasta ese instante de la atractiva redondez de mis caderas y de la prominencia de mis nalgas, elevadas y firmes, cuyo trazado curvo moría en el comienzo de mi espalda parcialmente descubierta, imbuida en aquel top negro anudado al cuello que dejaba al aire parte de mi cintura, de mis hombros torneados y un amplio escote que desvelaba sutilmente la parte superior de mis senos. No cabía nada más en el interior de aquel top que casi me cortaba la respiración, me solte el pelo largo y liso, ligeramente despuntado, y lo deje caer alborotándolo sobre mis hombros, y me perfile los ojos con lápiz negro y sombra gris. Lo que había pensado inicialmente que podría ser un atuendo de una ordinariez sublime me quedaba atractivo, sugerente y nada vulgar. Por un momento, la imagen que me devolvió el espejo no la reconocí. Pero me gustó. Y mucho.
Bajé las escaleras con las piernas temblorosas y lo vi. Llevaba un vaquero desgastado y una camiseta blanca ajustada remarcando la silueta musculosa de sus brazos. Su pelo rubio, veteado por el sol, había crecido y lucía cuidadosamente despeinado, con un mechón cayéndole sobre la frente. Su mandíbula angulosa, sus labios carnosos y perfilados y una barba incipiente de varios días añadían atractivo al profundo color negro de sus ojos, que noté clavados en mí cuando terminé de bajar los últimos peldaños que me llevaban al salón. No supe discernir si era atracción o sorpresa lo que le provoqué, pero me sonrió y eso fue suficiente para que un escalofrío me recorriera el cuerpo hasta sus rincones más recónditos. Bebí otro largo trago antes de que se acercara a mí y me saludara con dos besos en las mejillas. No supe si fue el alcohol o su proximidad lo que me encendió, pero me dejé acompañar cuando me acerqué, sorpresivamente para mí, hacia una zona del salón donde más de una decena de invitados contoneaban el cuerpo al ritmo de la música, ocultos bajo la penumbra de las velas. 
 Yo comencé a contonearme con lentitud, dejándome llevar. Me sentí flotar y me encontré bien, la timidez parecía evaporarse junto al humo de los cigarros. Observé a las chicas que bailaban a mi alrededor y comencé a imitar sus movimientos, sensuales, insinuantes, marcando sutiles círculos con la cintura y bamboleando las caderas, elevando los brazos por encima de la cabeza. Me sentí tan abducida por la música y por mi baile particular, que no me percaté de su proximidad hasta notar su aliento en mi nuca. El estómago me dio un vuelco, pero no lo rehuí. Esbocé una media sonrisa y caí en la cuenta de que no nos habíamos dirigido la palabra en todo el tiempo, pero hablar con él era lo que menos me importaba en tal momento. Por primera vez lo tenía cerca y no me sentía intimidada. Por primera vez no deseaba salir corriendo de allí.
El ritmo de la música fue cambiando, haciéndose cada vez más lento. Tenia su cuerpo pegado a la espalda y una mano en mi abdomen abrazando mi cintura. Comenzamos a movernos a la vez, al compás de la melodía y de los tragos del cóctel que manteníamos en la otra mano. Noté acelerarse mi respiración cuando me rozó el cuello con sus labios. Me puse ligeramente tensa y en un acto reflejo, eché la cabeza hacia un lado sutilmente para favorecer su acercamiento. Noté su sonrisa contenida  ante tal invitación y no tardó en pasear sus labios húmedos por mi cuello de arriba abajo mientras soltaba el vaso sobre una mesa para recobrar la libertad de ambas manos. No dejamos de movernos, ni de contonear las caderas con un ligero vaivén que me permitía rozarle de manera insinuosa la entrepierna. Me rodeó al cuerpo con el otro brazo, posando la mano bajo mi pecho mientras mordisqueaba suavemente el lóbulo de mi oreja. “¡Estás guapísima!” – me susurró. “Y me estás poniendo, ¿sabes? ¡Mucho!”  Aquellas palabras me terminaron de encender completamente, nunca me había sentido tan atractiva, jamás me había sentido capaz de despertar deseo sexual en ningún hombre. Y yo era la primera vez que lo sentía tan cerca, la primera vez que sentía unas manos masculinas posadas sobre mi piel, acariciándome con los dedos la parte desnuda que mi camiseta no era capaz de cubrir. Estaba acelerada, notaba calor en las mejillas y un cosquilleo interno que no quería que acabase. Me temblaban ligeramente las piernas y por un momento temí caer de aquellos tacones afilados en los que me había subido por primera vez. 
Di un último trago al líquido que contenía mi vaso sin perder el contacto con él y me aventuré a echar ambos brazos hacia atrás para aproximarlo aún más a mí, al menos hasta que terminara aquella pieza musical y se rompiera el hechizo. De pronto, noté como el me empujaba y me apremiaba a caminar sin despegarse de mí. Sorteamos una mesa, un pequeño sillón y un par de sillas y nos adentramos en el pasillo no sin antes apropiarse de un grueso cirio encendido colocado sobre una cómoda a la salida del salón. Abrió la primera puerta de la izquierda y me empujó dentro. Estábamos en el baño. La cerró con el pie y la bloqueó mientras dejaba la vela encendida sobre la amplia encimera de mármol donde estaba encastrado el lavabo. Miré fijamente su rostro, insinuándose bajo las intermitencias de luz que provocaba la llama encendida. Estaba muy lindo. Su atractivo rostro y su atrayente cuerpo me hicieron respirar nerviosa, no podía creer que lo tuviera tan cerca, no tanto como para besarme. Alex sujetó mi cuello con sus manos y me besó invadiéndome por entero, mordisqueándome los labios de forma desenfrenada. El contacto con su boca desató una inusitada corriente eléctrica en mi piel. Sentí que me abandonaba, dispuesta a dejar mi cuerpo a su merced. 
Lo sujeté por los brazos, apretando los músculos fuertes que asomaban por los bordes de las mangas de su camiseta, mientras él me desabrochaba con dedos ágiles los botones delanteros de mi top sin interrumpir su largo y profundo beso. Mi respiración se aceleró aún más. Miré hacia la puerta temiendo que pudiera entrar alguien, me moriría de vergüenza. Podría haberme zafado de él, pero quería que siguiera, que me tocara, que me hiciera subir a las nubes aunque solo fuera por un momento. Se deslizó una mano por mi espalda y la puso sobre mis nalgas apretándome contra él mientras liberaba mi pecho de la ropa interior que lo mantenía oculto parcialmente. Su respiración se hizo mucho más profunda y sonora cuando puso su mano sobre él oprimiéndolo con deseo. La destreza con que deslizaba sus manos por mi cuerpo me hizo gemir y cerrar los ojos. Acaricié su espalda, sus brazos, su torso, pero no me atrevía a bajar. No lo había tenido nunca entre las manos, sin contar con que nunca había sido tan atrevida como para consentir lo que estaba ocurriendo en ese instante. Comenzó a besar mi piel desnuda por todas partes, y yo apenas podía soportar aquella sensibilidad tan placentera; sentía erizado el vello, los pechos y el cuerpo entero. Vi mi torso completamente desnudo cuando se retiró de mí ligeramente para agarrar mi falda por ambos lados y subirla bruscamente hasta la altura de la cintura, pasando a acariciarme la  cara interna de los muslos con la yema de los dedos, ascendiendo lentamente. Tenía la mirada clavada en mis ojos, lánguida, seria, la boca entreabierta y la respiración jadeante. Creo que buscaba mi aprobación para proseguir y yo no se la pensaba negar, me tenía por completo rendida a sus pies. Cogió una de mis manos y la puso sobre su sexo. Me estremecí. Sonreí ligeramente mientras mi pecho subía y bajaba con rapidez. Estaba excitada, tremendamente excitada. Deslicé mis manos por sus caderas buscando nerviosa la abertura del pantalón y liberé el botón metálico que lo sujetaba. Pero Alex no me dejó seguir. Me giró bruscamente en dirección al espejo y aprisionó mi cuerpo entre el suyo y la encimera de mármol obligándome a doblegarme ligeramente hacia adelante. Noté la dureza apabullante que tenía entre sus piernas clavada en mis nalgas sobre la ropa interior, mientras sus manos masajeaban mis senos y me besaba la espalda. Gemí una y otra vez, y la humedad entre mis muslos se hizo mucho más intensa cuando rasgó el encaje de mi ropa interior haciéndola caer al suelo, se liberó por completo del vaquero y volví a sentirlo sobre mí. Pude ver su rostro a través del espejo, desencajado junto a mi nuca, su aliento confundiéndose con el mío, empañando la luna que nos observaba a los dos, sujetándome con fuerza por la cintura. Ahogué un gemido intenso cuando noté la primera embestida… y emprendí el camino al cielo por primera vez. 
Unos golpes en la puerta me hicieron reaccionar. Me desperté asustada, sin saber dónde estaba. Eché un vistazo a mi alrededor y las cuatro paredes lúgubres de mi celda me devolvieron a la cruda realidad. Apenas se filtraba luz por el ventanuco de aquella mísera estancia, pero pude verme semidesnuda, con mi camisón desabrochado y remangado hasta la cintura. Había mojado la sabana, mi pulso aún no se había normalizado y seguía sintiendo un intenso cosquilleo en aquella parte extraordinaria de mi ser y una flacidez en los brazos y en las piernas que no me dejaba moverme. No podía seguir allí, encerrada, tenía que hacer algo. Había demasiadas cosas fuera por descubrir, por vivir y por disfrutar, y quería sentirme una mujer de carne y hueso y ser abrazada por otros de verdad, no por mí misma. La angustia se apoderó de mí con tan sólo pensarlo, pero aquel sueño había sido demasiado intenso, demasiado real como para seguir obviándolo.
Me recompuse y me levanté precipitadamente. Alguien estaba intentando abrir la puerta de la celda. Respiré hondo intentando tranquilizarme, no quería delatar mi estado de excitación. La madre superiora me dedicó una auténtica mirada de reprobación.
- Coja su hábito y vístase. Es la segunda vez que llega tarde a maitines –me reprendió-. Si ocurre una tercera vez, me veré obligada a expulsarla del convento.
Un suspiro de alivio me acompañó. En ese preciso instante, supe justamente lo que debía hacer. 

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