Regale al
aire un amargo suspiro y bebí el resto de mi vaso de whisky.
Lo escuchaba,
espantada, hacerme un relato de bares nocturnos; de jungla y golpes bajos.
Un relato
donde cada nombre sonaba como una amenaza, cada espera como una tortura y cada complicidad
como una humillación.
Además, empleaba
palabras tan discretas, tan púdicas…que eso avivaba su relato, en lugar de
hacerlo insípido.
Y curiosamente
volvía a encontrar en él, ese gusto por la desdicha, ese deseo de autodestrucción.
Era en sí
mismo y no en el objeto de su amor donde estaba la causa de sus sufrimientos… o
quizás de sus delicias.
Poco importaba
que amara a otro hombre en vez de a una mujer.
Siempre seria
desdichado.
Se fue muy
tarde, parecía más ligero, algo más tranquilo.
Me acosté con
un sentimiento vergonzoso de consuelo
“ocurriese
lo que ocurriese, pensé, jamás sentiría ese gusto por el abismo”
Hace unos
meses me entere de su muerte.
Al parecer había
sucumbido por una crisis cardiaca debido a un abuso de euforizantes, calmantes
y otras escapatorias.
Ambos habíamos
pasado por la vida de los otros obstinadamente paralelos, extraños.
El, una vez soñó
con amarme y vio que yo huía en ese sueño…
Lo amaba
tanto… su elección sexual me había caído como una patada en los dientes; sin
embargo, sé que una vez terminada la selección habitual del tiempo en mi tierna
memoria.
Su sonrisa, su boca… y su voz, cuando me decía “jamás me he
aburrido estando contigo”
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