Tras una
larga noche de descanso, Kay tenía una sensación de vacío, mientras el timbre del
reloj taladraba su cerebro advirtiéndole – veinte para las siete.
Y los
parpados luchaban por vencer el peso del
sueño y la gravidez cercana de las cervezas.
Quince para
las siete, el vacío iba recuperando su lugar como una mancha de petróleo súbitamente
liberada que se extiende sobre el mar de la conciencia.
Pero se
trataba de una mancha sin color, porque era el vacío, la nada.
Era el fin
que siempre comenzaba uno y otro día…con esa implacable capacidad de renovación
contra lo que no tenía respuestas ni argumentos válidos.
Ese maldito
reloj, era lo único tangible en medio del vacío.
Últimamente había
empezado a imaginar que la muerte podía llegar a ser algo así: un despertar sin atmosfera,
trabajoso pero indoloro…desprovisto de expectativas
Y de
sorpresas porque solo era eso: el hoyo sin fin del mundo del vacío. Y una nube
oscura y acolchada que abrigaba a Kay, definitivamente.
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