Ella era elegante, su inestimable magia, lograba una sublimidad
femenina, sin posible comparación alguna.
Se decía que su
belleza podía hacer vibrar el corazón de la más inmóvil de las estatuas. Quiso
comprobarlo allí donde abundaban las efigies más imponentes del mundo última
morada de los antiguos y desaparecidos dioses: El Museo de Londres. Se paseó
entre reyes y momias; entre Zeus, Prometeos y Apolos. Recorrió Gales, Tenochtitlan,… Lo hizo a plena luz del día, al
tiempo que danzaba en medio del público, vestida de gasas y tules; entre
miradas de sorpresa; incomprendida; refulgente y hermosa.
La música surgió de ninguna parte. Las puertas del museo se
cerraron. Los miles de turistas que visitaban las inmensas galerías quedaron
atrapados. Se esparció el temor. Las personas comenzaron a gritar y a correr
sin sentido de una parte a otra. Ella se movía al son de la música.
Un ruido de lanzas golpeando contra el suelo, de espadas de
bronce y acero chocando contra escudos de madera y ruin metal, aturdió a la
multitud. Tambores de piedra se unieron a un coro de voces profundas y pétreas.
La gente quedó paralizada. La estruendosa y delirante cascada de sonidos
aumentó en amplitud y locura.
El miedo postró al público. Presagio del terror que se
avecinó inmediatamente sobre ellos. Sólo aquella hembra de ojos y cabellos
azabaches, de tez blanca como la nieve, continuó deslizándose por los
corredores a la vista de los infortunados que observaban su baile sensual y
frenético.
Las estatuas se pusieron de pie y alzaron sus armas.
Volvieron a la vida y lucharon ferozmente unos contra otros: Hermanos contra
hermanos, príncipes contra reyes, dioses contra dioses y semidioses. Brazos,
piernas y cabezas rodaron por doquier. Hombres, mujeres y niños allí presentes
sollozaron en medio de la batalla y padecieron aplastados. La sangre manchó los
pisos. Aquellos renacidos de la piedra y del bronce pisaron los cráneos y los
cuerpos. La desesperación se alzó en un solo grito que quebró el silencio más
allá de las paredes del museo. Era el grito de la muerte cerniéndose sobre
Londres.
La muerte asoló la
ciudad. No quedó piedra sobre piedra. Ruinas, sangre y humo fueron las ofrendas
de amor del más antiguo y perverso de los dioses dueño de un corazón endurecido
como piedra a la más exquisita y atractiva de las mujeres de la tierra. Ella le
miró y le sonrió extasiada y complacida: Se decía que su belleza podía hacer
vibrar el corazón de la más inmóvil de las estatuas.
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