Estaba al caer la tarde, la lluvia de fuego que lentamente devoraba la ciudad incrementó su intensidad, estaban todos desprevenidos.
Enormes tizones al rojo vivo rompían chisporroteando contra el ventanal refractario. El personal corría entre las llamas buscando refugio, chillando y sacudiendo las quemaduras de su ropa celestial. En pocos minutos una especie de lava rojiza y humeante cubría las calles…
Al escuchar aplausos abrí mi ventana, el barrio se inundaba de angelitos que, ataviados con trajes ignífugos, lanzaban ascuas voladoras y construían muñecos de ceniza.
¡Aprovechen diablillos, probablemente sea la última fogatada que veamos hasta el próximo infierno!
Y dejándome caer hacia atrás, me hundí sonriendo en el calor de las brasas.

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