Luego de una espera sofocante y mi falda pegada en mi culo,
aparece el de recursos humanos, me da la mano y una silla. Sobre la mesa está
mi currículum impreso, tres folios y la foto en blanco y negro. Me pregunta si
tengo experiencia. Es la única pregunta y soy tan tonta de contestar lealmente.
A continuación me describe el puesto, que es una mierda, con un horario penoso
y un sueldo aun peor. A falta de pan… muestro interés, sonrío y cruzo mis
piernas, no para seducir a ese perejil, más bien para ventilar.
Las circunstancias
del puesto empiezan a olerme chamuyo, porque hay un no sé qué de cargarse a una
empleada vieja para que yo entre. ¿Son
imbéciles? No deberían darme parte de sus problemas con el personal. Soy una
candidata, nada más, y todo eso únicamente me predispone contra ellos. Abusan y
no importa. Si no soy yo, otra. Tiempos que nos tocaron. Para acabar pregunto
unas concreciones del trabajo intentando creerme la misma ilusión por él que la
que tengo que plantarme por cualquier “miss” de after-hours las seis de la mañana
de un sábado. Soy acompañada a la puerta y me comunican, muy formales, que
durante el día me llamarán con lo que sea. La oficina está oscura, desangelada,
escasa. No hay ni personal, ni materiales, solo muebles de aglomerado y
producción en serie. En el pasillo miro el reloj del celular. Me han tenido más
tiempo esperando que de entrevista. Ahí se quedan, deschaquetados, con corbatas
ralladas espantosas. Son los nuevos San Pedro, los porteros celestiales que
deciden, con criterios académicos de selección individual que no sirven para
nada, si subes, bajas o permaneces. Fuera, en la calle, sigue nublado y sigue
sin llover. Llevo el paraguas plegable en la mano derecha, inútil y molesto.
Nunca me gustaron los paraguas por lo que suponen, siempre, un estorbo.
La vuelta a
casa se me hace un instante. Todo va más fluido. No hay prisa y poco más puedo
hacer. En el trasbordo me equivoco de dirección por seguir, abúlica,
hipnotizada. La gente no me mira. Todos tienen la vista en libros abiertos de
los que no pasan página, móviles, mp3 o, simplemente, se examinan las uñas.
Vergüenzas instintivas, improntas de azotes en las espaldas de las almas
sociales. Rectifico rumbo en cuanto me es posible. De repente me entra prisa
por emerger por si la única barrita roja de indicativo de cobertura telefónica
es insuficiente para comunicarse conmigo. Llego a la parada de casa y subo
adelantando presurosa, por la izquierda de escaleras y rampas, a todo el que
puedo. En el exterior recupero cobertura y compostura, nadie me ha llamado.
Al pasar
frente al súper de barrio, tópico de la esquina, tengo una tentación de empacharme
de porquerías saladas, enlatadas procesadas químicamente. Gula. Acabo no
haciéndolo por una mezcla de pereza e incapacidad de interacción con otro
semejante, en este caso la cajera, si a las cajeras de súper se las puede
considerar semejantes. Suficiente ración llevo hoy. Entro en casa y me
descalzo.
El tiempo transcurre, ¡Gran descubrimiento! Con el celular en la mano me monto películas de vida resuelta y decepciones laborales a partes iguales, alternándose. Hora. Hora. Hora. Hora. Hora. Hasta por la tarde me mantengo, aunque cada segundo un poco más cansada, una lata de cerveza fresca, un cigarrillo. Me duele, me frustra, me decepciona, principalmente por el significado implícito de no ser apta ni para los más bajo. Tampoco me quemaré a lo bonzo. Mañana más porquería, no importa. Lo que más me molesta son los cuatro viajes de metro que he perdido.
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