Blancas paredes,
angostos pasillos, olor a cloaca... .La ciudad despertó, lentamente, con lagañas en las ventanas.
Sus habitantes tardaron un poco más en bajar
de la cama y lo hicieron en la típica crisis de cerebro matutino. Todo parecía
correctamente cotidiano y habría sido un día más, sin pena ni gloria, de no ser
por ese llanto largo y alto, olvidado.
Los vecinos,
aquellos que parecían vivir en el inmueble donde se producía aquel estridente
ruido lleno de vida, aún incrédulos, fueron poco a poco encontrándose por los
descansos de la escaleras para acabar coincidiendo en la puerta, en pijama o
cubiertos precipitadamente con una bata, descuidados y nerviosos, dejando a la
vista los aparatos que los mantenían con vida o habiendo olvidado en casa las
mejoras informáticas que les permitían desprenderse de los achaques y de las
arrugas; mientras los periodistas, ya apostados en la acera, intentaban
averiguar qué iba a pasar con aquel llanto que hacía años que nadie oía.
Las viejas
se santiguaron y rehicieron sus moños. El presidente quiso abrir la sesión y
tomar la palabra. Algunos vecinos se lanzaron a hablar a un tiempo, y
otros permanecieron en silencio, un poco
ajenos y otro poco superados. Las mujeres y los hombres en edad de procrear,
una evidente minoría, se encogieron de hombros y pudieron demostrar que no habían
infringido la ley. Los más jóvenes preguntaron curiosos qué era aquello, qué
ocurría. Y un pequeño robot doméstico en un rincón contó y recontó el número de
desayunos que tendría que preparar esa mañana.
Minutos más
tarde, armados de palos, linternas e inmovilizadores eléctricos, cargados de las últimas versiones de todos
los programas de defensa personal, liderados por aquel que iba a grabarlo todo
y subirlo a la Red, los vecinos empezaron a moverse hacia el lugar de donde
parecía venir el ruido. Subieron piso a piso, arrastraron los pies con una
mezcla de miedo y cansancio, dibujaron con pereza cada curva de la escalera y
empezaron a preocuparse por sus delicados oídos. El ruido crecía, persistía,
dominaba el aire y destrozaba sus constantes vitales aun cuando, de tanto en
tanto, parecía adormecerse.
Llegaron así
hasta el último piso, donde vivían los vecinos que no querían serlo y que ellos
no admitían que fueran, esos que andaban por los tejados como gatos y se los
comían, hombres y mujeres primitivos y básicos, carentes de ordenadores y de
portátiles, de mejoras y de versiones, seres incomprensibles que lloraban y
reían, los únicos que aún se atrevían y lograban llenar de risas la ciudad
civilizada y silenciosa.
El joven que
llevaba la cámara, ansioso por la fama, anestesiado por ella, se decidió a
empujar la última puerta, aquella que ninguno se atrevía a cruzar. Fue entonces
cuando lo vieron, los vecinos y la cámara, las pantallas y las consolas: un
niño, un bebé, un recién nacido en brazos de una mujer.
Ella los
sonrió, cansada pero feliz, segura de tener a su lado a un hombre dispuesto a
todo por defender a su familia (una palabra antigua). Él elevó la cabeza, la
cámara recogió su mirada, registró su discurso, apenas cuatro palabras y ni una
sola duda.
-Ha sido la
cigüeña -afirmó.
Y los dos
mundos, vecinos y ajenos, cada uno a su modo, se pusieron en marcha otra vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario