Ese día amaneció con un silencio, un silencio distinto
que costó empezar a escuchar. Quizás demasiado sutil en un principio, hubo que
esperar a que creciese, a que las levedades se sumasen y se convirtiesen en
marea, del mismo modo que los granos de arena, juntándose durante vidas y
siglos, un día conquistan el nombre de playa y reciben las visitas de los
niños. Sí, justo así, leve, delicado y pequeño, pero en todas las partes y a la
vez, amenazando con llenarlo todo.
Y entonces
paso…los hombres, anulados los sentidos, con la cabeza gacha, queriendo no ver
y no oír la vida que les había tocado vivir, queriendo incluso olvidar que
estaban vivos, tardaron en levantar la
cabeza… ver y sentir ese silencio hermoso, en comprender cuán lejos estaban de
todo aquello, cuánto habían perdido y, también, cuánto necesitaban y querían
volver a estar ahí.
Una marea de lápices y bolígrafos, de
tubos y receptáculos con pinturas de todo tipo, recorría las calles de la gran
ciudad. Seguidos de papeles, láminas y cuadernos…detrás, una nube de cables, de
impresoras y teclados. Todos marchando
en silencio, frente a esos hombres que al fin habían levantado la cabeza y
observaban y empezaban a recordar y a entender.
Los objetos reclamaban la libertad
de expresión, en el más amplio sentido de la palabra; pedían que las manos que
los utilizasen no tuvieran ni pólvora ni sangre ni miedo; y algunos hombres
supieron que tras aquella marcha silenciosa estaba quizás su última
oportunidad.
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