Era una sugestiva noche de verano, soplaba una cálida brisa. En el chiringuito de la playa sonaban mil músicas del mundo. Mil canciones, una detrás de otra. Había mucha gente, pero para mí solo estaba él. Oía muchas voces, pero sólo podía oír mi corazón latiendo a mil por hora. La noche olía a salitre y a mar. Pero sólo me importaba el olor de su cuerpo y de su sudor. Su olor era puro veneno, del bueno, si es que hay veneno bueno. De ese veneno que arrastra, que seduce, hipnotiza y envuelve. Ese olor que me volvía loca. No podía apartar mis ojos de él. No podía, ni quería.
La melodía nos hablaba, nos batía en duelo y nos retaba a buscarnos, a encontrarnos. Y nos tropezamos. Nuestros primeros besos, nuestros primeros bailes. Pegados, muy pegados. Mi débil cuerpo ya temblaba.
“Escapémonos de aquí” me dijo bajito al oído. No dije nada, mi silencio habló por mí. Cogí su mano y desaparecimos juntos. Sin mirar atrás. Caminamos por la orilla, hasta llegar a un alejado rincón de la playa en el que no había nadie.
En silencio, yo me recreaba acariciando sus dedos, sus nudillos. Sus manos, grandes, suaves y fuertes me tocaban como nadie hasta ahora. Como nadie lo haría a partir de entonces. Me sentía a salvo prendida a ellas. Sentía su piel, erizándoseme todo el vello, estremeciéndose toda mi piel. Y mi respiración se entrecortaba y como sin querer detuvo el paso y me besó. Yo cerré los ojos, disfrutando de mis labios pegados a los suyos. Bebiendo de su boca, sintiendo su aliento caliente y cercano. Estaba en el cielo. Sin remedio, sin control, loca por él.
Nuestras lenguas se deseaban. Se entrelazaban. Nuestras bocas rugían, mordiscos locos, intercambio de salivas sedientas de más, sedientos el uno del otro.
De pie, a su lado, mi piel ardía y mi corazón latía con furia. Yo crepitaba de deseo de pasar la noche, la vida, junto a él. Respiraba suave y profundo, para olerle de arriba abajo, cada milímetro de ese cuerpo que ya deseaba mío.
 Me tomó por la cintura y apretó mis nalgas hacia él. Dulcemente me desvistió mientras yo le quitaba la camiseta. Y mientras, más besos, más caricias, lamiéndonos sin parar, tocándonos por todas partes. Arriba, abajo, adentro. Más adentro.
La música, aún de lejos, nos contagiaba su ritmo, nos brindaba la mano para que nos rebelásemos. Una lucha cara a cara, un combate cuerpo a cuerpo. Una batalla sin perdedores.
De nuevo le besé, como si me fuera la vida en ello, volviéndome loca de ternura. La cara, el cuello, el vello de su pecho, sus axilas, sus pezones y descendí deseosa y decidida por su vientre hasta su ombligo. Mordí sus labios como si fuera mi último cartucho. Sin querer, los hice sangrar. Seguí bajando hasta el borde de sus pantalones. Notaba como su sexo crecía. Lo palpe, lo apreté, lo mordisqueé. Su pene cada vez más erguido, mi sexo empapado. Ansiosa de nuevo, más sedienta que nunca. Lo deseaba, más que nada. Su sexo creciente, duro, grande y cálido. Impaciente desabroché el cinturón, los botones, todo aquello que ya me sobraba, y sus pantalones, a punto de estallar, cayeron al suelo.
Desnudos, ya no había sitio para las vergüenzas, las fronteras.
Me acerqué despacio y admire su órgano viril, poderoso y precioso. La acaricié con mis manos, la recorrí entera, entreteniéndome en ella. Mi nariz estaba celosa y me acerqué más aun para oler su esencia, profundamente. Loca, ese olor me volvía loca. Abrí la boca, acerqué mis labios a su sexo y le lamí. Y seguí, no podía detenerme. Besos tiernos dulces, mojados de arriba abajo. Lo mordisqueé despacio. Quería todo su pene para mí, lo lamí entero, mojado con mi saliva sedienta de él.
Él no se aguantaba las ganas, gemidos contenidos. Yo jadeaba, a punto de asfixiarme. Volvió a cogerme de la mano y andamos hasta la orilla. Me acercó a él, y yo me apreté contra él con todas mis fuerzas. Me cogió en brazos y con mis piernas enredadas en sus caderas, juntos nos metimos en el agua de esa playa que ya había visto demasiado.
De nuevo besos enamorados, salivas sedientas y nuestras bocas enloquecidas. Mi lengua enamorada de la suya y la suya entregada a la mía. Nuestros cuerpos mojados, pegados, resbalando el uno junto al otro. Ardiendo y sudando sin lágrimas.
Gemidos de placer, jadeos de gloria. Los dos incapaces de separarnos. Encadenados, ojalá de por vida, a ese momento único. Continuó acariciando todo mi cuerpo. Abrazándolo con fuerza, envolviéndome en sus brazos.
Cómo sentía el olor de su aliento, el calor de su cuerpo, el roce de su pene, hambriento e irresistible. Impregnada ya de su olor, su sabor. Ya era una adicta a su cuerpo.
De nuevo estremecí cuando su sexo se acercó al mío. Uno buscando al otro, sin contenciones, sin timideces. Me retorcía de un dolor excitante, cada vez más intenso, cada vez más salvaje. Inevitable desenlace. Lento, pero poderoso. Audaz, pero delicado. Sin pedir permiso, abrió las puertas del delirio, entró en el país de las maravillas. Mi sexo, ansioso, lo recibió. Sólo quería tenerle dentro de mí. Puro deseo de poseerle.
Yo grito cada vez más. Entra y sale. Va y viene. Suave, dulce, suave. Luego con fuerza. Sus embestidas son tiernas, pero decididas, implacables. Mi sexo loco, aún más mojado. Ya no se contiene. Atraigo su pene hacia mí para que me llene y me inunde toda. Sólo quiero sentirlo dentro.
Y se perdió muy adentro. Lo sentí en mis entrañas. Hasta tragarme mi deseo…y el suyo.


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