Censurado frenesí (Primera parte)

Era una noche muy fría, el viento azotaba su vestimenta. Estaba ansiosa por llegar al lugar de la cita. Por fin había conseguido evadirse de la estrecha vigilancia a la que le tenía sometida su padre. Posiblemente era la persona a la que más odiaba. Toda su vida había estado al servicio de Dios y se había hecho un nombre debido a su fuerte y estricto carácter. Ella pensaba que estaba desquiciado.

Aparcó su bicicleta en el patio trasero de una pequeña casa de madera y tras asegurarse de que nadie se había percatado de su presencia se agachó frente a una maceta que había al lado de la puerta. Deslizó su mano por debajo de la misma. Estaba húmedo y resbaladizo al tacto, y pequeños cúmulos de arena configuraban una superficie rugosa que encontró horrible y repulsiva. Finalmente sus dedos tocaron el frío metal del que estaba hecha la llave que allí se ocultaba. La aferró fuertemente y tras incorporarse introdujo la llave en la cerradura con un cuidado envidiable. Giró la llave hasta que sonó un fuerte pero seco chasquido. La puerta se entreabrió. Cerciorándose de que nadie había sido testigo de dicha operación, volvió a colocar la llave bajo la maceta y, acto seguido, se deslizó tras la puerta cerrándola muy lentamente.


Acababa de entrar en un mundo totalmente distinto al de abstención en el que siempre había estado inmersa. Su cuerpo tembló al darse cuenta de que finalmente había conseguido su propósito; había roto las cadenas y salido a un mundo nuevo y fascinante. El interior de la entrada estaba decorado en rojo pálido y una sedosa cortina malva impedía vislumbrar el resto de la casa. Inundaba el aire una sensual y misteriosa música que hizo que su cuerpo se estremeciera. Si se prestaba suficiente atención podían distinguirse por encima de la música ligeros suspiros y el roce de cuerpos. Un fuerte olor, que en un principio consideró desagradable, penetró sus fosas nasales y comenzó a ejercer sobre ella un poder hipnótico que le hizo ruborizar al mismo tiempo que su ser comenzaba a arder en deseos y se veía envuelta y dirigida por los eróticos efluvios que desprendía la casa entera. Se dio cuenta de que a su alrededor yacían varios montones de ropa esparcidos sin ningún orden aparente, cubriendo casi en su totalidad la suave moqueta carmesí que adornaba el suelo de la entrada.

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