Una vez me
dijeron que no hay palabras sin silencios entre ellas.
Vas como si
nada, dejando que el mundo vaya cambiando tu alrededor, quién eres y tus
porqués. Quién quiere, puede perder el rumbo en estos días de tormenta, de
acabar salvajes y dormidos bajo estrellas que no brillan. Y a la intemperie,
con el frío a oleadas y sin abrigo, vas apartando la hojarasca, rescatando de
debajo de la tierra los quejidos que hacen temblar los cimientos, que endureces
cada día.
He querido
acallar durante siglos el rugido que quebranta mis quimeras y, como un eco
atrapado en el limbo, vuelve e interrumpe el viento a favor. “No vayamos tan
despacio”, me dije sin oírme. “No vayas tan deprisa”, me dije sin tiempo.
Porque nunca es demasiado pronto o demasiado tarde, pero siempre es tarde
demasiadas veces.
Veo vacíos
donde hay espacios, silencios donde deberían empezar las palabras. Promesas que
pierden altura con mi vuelo raso. Y algo, pequeño e importante, muere aquí
dentro, con la falta de oxígeno. Pero nunca del todo.
Respiro y
recupero de un golpe los sueños, perdidos como niños en “nunca jamás” que no me
atreví a pronunciar. Aparto con la mano los pájaros carroñeros, ingenuos de
creerme abatida y no moribunda, y desato junto con los nudos de estómago, la
mordaza que silencia mis pasos. Asusto a los fantasmas abriendo las ventanas, iluminándome
confiada de no encontrar más que telarañas por el desuso. Soplo y levanto el
polvo que cubre la piel muerta de lo que fui. Enciendo las luces, pongo en
marcha el show de los actos y segundos vividos, como un rodaje casero: tierno y
lejano. Entiendo el proceso, apunto inquietudes y beso las corazas y armaduras
que se cambiaron por mí en algún momento. No las echo de menos y me descubro
segura de quien camina ahora. Y, al desquitarme de vestidos carcomidos, las
interferencias cesan; la piel coge aliento y continúa.
Así, desde
que la libertad para mí pasó de naturaleza a modo de vida, acepto que hay veces
que los silencios entre palabras sólo sirven para coger aire y seguir
usándolas.
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