La casa tenía
muchas habitaciones. Me sudaban las manos. Tenía tantas ganas de tocarte. Y tú
a mí. Podía sentir tus ganas en el extremo opuesto de la habitación. Me mirabas
de reojo. Alguien hablaba en el medio. El piso era de madera y había grandes ventanales
por los que entraba un viento poderoso. A veces, sentía frío. Estaba mareada y
vacía. Quería acercarme, besarte. Quería que saliéramos de esa casa corriendo.
Pero mis pies estaban atados a los tablones de madera. No lograba moverme. Un
viejo relámpago latía en mi cueva.
Al cabo de
un rato, estábamos en la casa de mi niñez. Verde por dentro, blanca por fuera.
Con árboles en la entrada y un patio en el fondo. Tú me tomabas de la mano.
Éramos niños. Los retratos familiares nos veían austeros, mudos. Otra vez el
sudor, otra vez esas ganas absurdas que se estrellaban contra la imposibilidad.
¿Por qué no podíamos estar solos? Siempre había alguien alrededor, mirándonos,
cuidándonos de nosotros mismos. Mi padre hablaba dando gritos en la cocina. El
sueño se fue llenando de gente, se fue llenando de infancia. Y yo solo pensaba
en huir a un bosque oscuro, en tendernos en el césped, en revolcarnos en la
hierba. Pero estaba pegada a una baldosa pequeñita. Las ganas intactas se
convirtieron en flores que mastiqué a solas durante todo el día.
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